Cunde la impresión de que una parte importante de Europa se ha acostumbrado a la guerra de Ucrania. Este es al menos el estado de ánimo en los países que no tienen frontera con la región en conflicto, aunque será sin duda la invasión de Ucrania y la intromisión de Rusia en la política europea uno de los asuntos centrales que se abordará este fin de semana en la conferencia sobre seguridad que se celebra en Múnich. La conmoción de la opinión pública hará pronto dos años, cuando Rusia inició la invasión de Ucrania, se ha atenuado al extremo de que la guerra ocupa el séptimo puesto entre las preocupaciones de los alemanes en el ámbito de la seguridad, muy por detrás de los flujos migratorios y del terrorismo yihadista. Hay que preguntar en Polonia, las repúblicas bálticas, Finlandia y Suecia para dar con estados de ánimo más claramente influidos por el desarrollo de la guerra.
Las referencias del Partido Republicano a la crisis ucraniana, aventadas por Donald Trump desde las tribunas de los estados en los que se celebran primarias, y los mensajes resignados acogidos por la reciente Foro Económico de Davos son la consecuencia directa de ese cambio en la atmósfera, de la percepción cada vez más extendida de que el desenlace de la guerra no puede ser otro que la aceptación por Ucrania de la pérdida de la tierra ocupada por Rusia. Si a ello se suman las enormes dificultades que afronta el presidente Joe Biden para sacar adelante la financiación del programa de ayuda y las no menores resistencias que ha debido vencer la Unión Europea para que Hungría levantara el veto, se avizora un futuro más próximo a la congelación de la guerra que a las grandes operaciones militares para que el Ejército ucraniano recupere la tierra perdida.
El fracaso de la ofensiva de primavera y verano fue un punto de inflexión. La movilización de recursos no cambió sustancialmente la situación en el frente y sirvió, en cambio, para consagrar en Occidente la idea adelantada por algunos especialistas de que Rusia no permitirá pérdidas sustanciales de territorio y de que el sino de la guerra es convertirse en un conflicto crónico sin fecha de caducidad. Favorecido todo ello por las características de la autocracia rusa, la segura reelección de Vladimir Putin para un nuevo mandato y las tensiones obvias en Kiev ante una guerra de desgaste sin resultados tangibles.
Se ha llegado a la paradoja de que la guerra de Ucrania es hoy, al mismo tiempo, el mayor desafío de Rusia a las democracias occidentales y una moneda de cambio utilizada por Hungría para suavizar su disenso con los otros 26 socios de la Unión Europea y por Trump para exigir el endurecimiento de las políticas de control de la inmigración a cambio de dar vía libre a la ayuda a Ucrania.
Incluso desde el mundo académico empiezan a oírse voces que advierten de que el efecto limitado que ha tenido el programa de sanciones económicas impuesto a Rusia debe llevar al G7 a revisar la relación coste-beneficio. Lo cierto es que Moscú ha dado con vías de escape solventes que le permiten mantener activa su principal fuente de ingresos, la exportación de energía, mediante las ventas in crescendo a varios países, entre ellos China, y el acuerdo suscrito con la OPEP a instancias de Arabia Saudí que asegura estabilizar el precio del petróleo en torno a los 80 dólares barril. Y aunque algunos oligarcas han visto muy menguada su cuenta de resultados, los primeros vaticinios que se hicieron en Europa y Estados Unidos acerca del impacto que iban a tener las sanciones -primavera de 2022- han sido desmentidas por la realidad: el complejo militar-industrial ruso garantiza que el esfuerzo bélico no se detendrá aunque el rublo dé muestras de desfallecimiento.
A una opinión pública poco menos que inactiva, la rusa, nada le cuesta a Putin venderle el discurso nacionalista y patriotero de la victoria frente a la concertación occidental en apoyo de Ucrania; a los gobernantes occidentales les cuesta cada día más vender el coste de la guerra a unos electores seducidos en parte por el discurso simplista de la extrema derecha, en muchas ocasiones rendida a la arremetida de Putin, sin tregua y descanso, contra la cohesión de la Unión Europea. El presidente de Rusia puede gestionar la guerra sin tener que hacer frente a una oposición organizada y crítica; los gobernantes occidentales deben encajar las andanadas que envía Trump, su posición amenazante con relación a la viabilidad de la OTAN, a su compromiso con la seguridad occidental si regresa a la Casa Blanca.
Cuando el día 24 se cumplan dos años del inicio de las hostilidades y se haga balance de lo sucedido hasta el momento será imposible no llegar a la conclusión de que no ha visto la luz ninguna de las previsiones hechas desde el país agredido y sus aliados. Hay sin duda sectores que mantienen su compromiso intacto, pero el gélido invierno ucraniano, con los frentes estancados, ha dejado de ser el núcleo central de las preocupaciones de muchos ciudadanos de los países occidentales. A ello ha contribuido, y no poco, la otra gran crisis a las puertas de Europa, la guerra de Gaza, una matanza que se ha cruzado en las noticias que llegan desde Ucrania. Una guerra ha opacado otra guerra y la habituación a la más antigua es una realidad. Quizá no se pueda hablar de un estado de ánimo generalizado, pero sí de un sentimiento muy extendido.
Butros Butros Gali, que fue secretario general de las Naciones Unidas entre 1992 y 1996, sostenía que cuando no se habla de una crisis es imposible resolverla. No es el caso de la guerra de Ucrania, pero han dejado de ser excepción quienes creen que la única salida es que Ucrania admita que el Donbás no volverá a ser suyo y que, en consecuencia, el cese de las hostilidades debe partir de esa idea. Se sentará con ello un precedente preocupante -peligroso- porque se vulnerará el principio recogido en 1975 por la Conferencia de Helsinki, que consagra las fronteras de los países europeos, cuya modificación solo es admisible mediante acuerdo expreso de los estados implicados, pero puede que sea este el clima que corresponde a una relación cada vez menos previsible entre bloques antagónicos.
El pensador marxista Antonio Gramsci escribió. “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Quién sabe si Ucrania es hoy, al menos en parte, víctima de una morbosidad sobrevenida por los desastres de la guerra.