“Estoy muy feliz”. Así rezó el mensaje de un familiar directo de Xavi Hernández tras verbalizar el sábado que se iba en junio. Su gente no podía más y casi se puede decir que celebró el adiós. En el club, hubo dos personas de la cúpula que defendieron su destitución. Laporta la descartó. El presidente, cuyo afecto personal hacia Xavi está probado, no ha dado con el contexto adecuado para que Xavi viviera blindado.
Hubo un antes y un después con la salida de Mateu y Jordi Cruyff. Cuenta su entorno que se sentía amparado, protegido y respaldado por una mirada futbolística compartida. Con Deco, la relación es buena. Pero ese feeling no se ha reproducido. El Barça no ha funcionado y Xavi, por supuesto, es responsable y lo admite. Pero el problema es estructural. El míster, a veces con razón, ha sido muy vehemente con la presión externa, pero debió porfíar para rebajar el discurso presidencial. Pidió estabilidad para el proyecto, cuando es lo último que el club tiene hoy. No debió aceptar la proclamación de un Barça irreal, que vendiera grandeza sin retener a Messi y que, viniendo del fango, le pidiera ganar rápido sin poderle fichar lo que quería. Aún así, lo hizo y le quitaron brillo.
Debió exigir una reconstrucción que colgara del proceso y no de los títulos y que no apelara de manera insólita a la hegemonía y la reconquista de Europa. Tal vez así, las críticas hubieran existido igual, pero nadie le hubiera podido discutir que el Barça está en construcción, que lo está. Preocupa lo que viene. Se habla de Klopp, por ejemplo. Le costó ganar en Anfield y en nueve años en Liverpool, una liga y una Champions. Así, en el Camp Nou, a morder el polvo. ¿Cuál será la próxima víctima?