Cuesta no escribir todos los días sobre Palestina. Estar pendiente de trifulcas domésticas o de frivolidades deportivas cuesta, porque en el fondo piensas que no hay nada más trascendente que hacerse eco de la ignominia, de los casi 30.000 muertos desde el 7 de octubre, del más de un millón de desplazados, arrinconados en Rafá, objetivos ahora de una especie de ataque definitivo y, en el mejor de los casos, víctimas de un viaje hacia ninguna parte, rodeados, sometidos. Cuesta y, al mismo tiempo, piensas que no dirás nada nuevo, que solo queda la opción de un grito que roza la mudez, que solo es expresivo por el gesto, por la sujeción a un imperativo de orden moral. Cada nueva noticia, cada una de las informaciones sobre niños asesinados, sobre soldados israelís que demuestran prepotencia y que incluso ríen las gracias de un compañero que se jacta de haber hecho diana con la lanzadera de proyectiles contra un edificio medio en ruinas, cada episodio del conflicto, de la guerra, es un guantazo a las conciencias, incapaces como somos de entender cómo se puede llegar a unos niveles tan elevados de mezquindad, como se puede configurar con el horror la necesidad de la existencia. No podemos olvidar esta necesidad de Israel (ni las barbaridades perpetradas ese 7 de octubre), pero cada día es más nítido el propio proceso de destrucción (no sólo de los fundamentos éticos, sino también de los políticos) que ha generado la ofensiva militar.
[–>Escribo este papel todavía impresionado por la lectura de un artículo de Adania Shibli, poco después de que ella supiera que se había “aplazado” la concesión del LiBeraturpreis, en el marco de la Feria de Frankfurt. La escritora palestina habla de la historia de una serpiente y un erizo. La serpiente, “debido al hambre y al instinto de supervivencia” se traga el erizo. Este, “saca los pinchos y se intenta escapar”. El cuento, que es una historia real, termina con el erizo y la serpiente muertos. Shibli no se atreve a convertir la fábula en una metáfora, pero dice que la relaciona con “la propia desesperanza y vacío”. Dejo a la consideración del lector quién es cada uno en ese relato de necesidades. Solo queda claro el desenlace: ambos mueren. Shibli, que proviene de una familia beduina con más de mil años de historia, arraigada en Palestina, jugaba de pequeña en un campo de olivos. Su familia fue perdiendo todas sus propiedades. Ella, ahora exiliada, teme perder el lenguaje, la posibilidad de entender lo que ocurre a través de la palabra. Si esto se desvanece, todo se va al garete. Es el fin.
Pienso en Adania Shibli y al mismo tiempo tengo el recuerdo de la sentencia inconcebible del Tribunal Internacional de Justicia, cuando se limitó a decir a Israel que debía tomar “las medidas a su alcance para evitar un genocidio”, sin exigir el alto el fuego. Aquellas palabras (“traten de no caer en el genocidio”, venían a decir, “por favor”) que, en definitiva, son como las que ahora escribo. Inútiles lamentaciones, mientras la masacre sigue, imperturbable. El camino hacia la muerte de la serpiente y el erizo.