Un nuevo e inquietante fenómeno recorre nuestra sociedad: el niño o la niña que ocupa un asiento en un autobús lleno o en un metro a reventar. Estos ojos ven cada día, en horas punta, pequeñas criaturas a los que no les llegan los pies al suelo, seres de mediana infancia y múltiples adolescentes menores de edad, sentados en grupo o individualmente en el transporte público. Sí, es cada vez más frecuente ver simultáneamente a ancianos de pie al lado de niños sentados, en una increíble pero cierta inversión de privilegios que, más o menos, todo el mundo parece dar por buena. A veces se da incluso el fenómeno humillante de niños que invaden sin ningún rubor los espacios expresamente reservados para los más necesitados y debidamente señalizados, quizás porque su padre o su madre o quien sabe si ellos mismos o todos a la vez consideran que pertenecen a ese grupo de menores que imperiosamente necesita sentarse. (Pequeña nota al pie: que tengan que exisitir estos asientos reservados ya indica una grave anomalía, porque cualquier sitio debería cumplir automáticamente su misión de dar cobijo y comodidad a los que más lo necesitan). Nada explica mejor esta nueva plaga de los niños sentados que ver a sus propios padres y madres de pie delante suyo, con estos progenitores cediendo la comodidad y el descanso a quienes menos lo necesitan.
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Porque lo que se hace evidente no es la comodidad de los pequeños sino la pereza de quienes les educan, su proverbial incapacidad de prohibirles nada ni de corregirles ninguna conducta. El fenómeno alcanza cotas de gamberrada cuando, directamente, son grupos de adolescentes que con la mirada fija en el móvil simulan ignorar que a dos metros tienen a un viejecito o a una embarazada que sí necesitan este imperioso descanso. Hay que ser justos: de vez en cuando, como una mera excepción a la regla, alguno de estos seres levanta la mirada, se da cuenta de lo que sucede y cede a alguien mayor su necesario asiento. Pero, en líneas generales, se impone un horripilante incivismo, que responde a una cruel regla no escrita: se sienta simplemente quien llega primero. Como una nueva ley de la selva, hemos aceptado que algo nos toca por el simple hecho de haber llegado antes que los demás. No hay mejor metáfora para explicar la creciente sobreprotección de nuestros niños que este espectáculo diario de los niños bien sentados, con las piernas colgantes o estiradas, dando por hecho que su prioridad para sentarse es algo totalmente normal. Perdonen, pero hemos equivocado gravemente el orden de preferencias. La prioridad de sentarse debería ser siempre para la gente mayor, los vulnerables, las mujeres embarazadas, los enfermos de cáncer, todos los que lo necesitan. Entrar hoy a nuestro transporte público, el que sea, nos permite asistir a la más que probable conculcación de esta regla elemental. No debería hacer falta regularlo, ni mucho menos decirlo. Pero así están las cosas.