“De los antiguos, murió el matrimonio que vivía delante de mí, los de al lado… ¡Pues voy a ser la única superviviente! En mi rellano, se han muerto todos”, se percata Silvia mientras recuenta las bajas. Vive de alquiler desde hace años en una de las escaleras de un bloque de Barcelona condenado al derribo desde hace dos décadas. Sin embargo, la suerte de los números 239 y 241 de la calle Entença permanece en el limbo: sus habitantes, todos inquilinos del mismo propietario, desconocen cuándo se cumplirá el plan municipal que obliga a realojarlos para tirar el inmueble al suelo.
La demolición se aprobó para que la acera se ensanche y forma parte de la reforma que gira en torno a la parcela que ocupaba la Colònia Castells, la barriada obrera de casas bajas arrasada a partir de 2010 para plantar un parque. El edificio que queda por echar abajo da la espalda a la zona verde a punto de estrenarse y mira de cara al solar que se abre en la calle desde el año pasado, cuando se derribó una fila de viviendas envejecidas y tapiadas. Parte de los habitantes pendientes de traslado en ese punto del distrito de Les Corts han fallecido mientras se ha prolongado la espera, carente de novedades desde hace años.
“Nos hemos quedado los últimos”, constata Lluís Pagès, miembro de la asociación de afectados. “Somos 56 pisos entre las dos escaleras y, desde que se firmó el protocolo en 2007, quizá quedamos la mitad de los que tenemos derecho a realojo -estima-. Dentro de este proceso de tantos años, muchos han muerto. Una vecina falleció hace menos de un mes. Otros han perdido el derecho y los hay que no se quieren marchar, algunos porque entraron después de junio de 2001, la fecha a partir de la que se dispone de realojo… Cada uno tiene su circunstancia”.
Para que la mudanza se desbloquee, antes deben construirse las domicilios donde albergar a los arrendatarios del bloque por expropiar. Sin embargo, las obras acusan la misma indefinición que planea sobre el porvenir de los vecinos: se ignora cuándo se levantarán las viviendas y dónde se reubicará con exactitud a los residentes, si bien debe ser en el mismo entorno que habitan.
“Nos tocaba entrar en la segunda fase, cuando se echaron casitas de la colonia -recuerda Pagès-. Todo esto ya debería de estar en el suelo. Pero, cuando Ada Colau entró en el Ayuntamiento, se cambiaron las fases. Nos dijeron que así iríamos más rápido. Pero, desde entonces, no se ha construido ni un piso”.
Josep Alió ha seguido de cerca el lento ocaso de la Colònia Castells. Habitó una de las casas ya desaparecidas. Según sus cálculos, quedan 296 domicilios por erigir en la transformación que se extiende hasta el Camp de la Creu, el vecindario que cae al otro lado de Entença. Parte de ellos deberían ser para los vecinos relegados en la remodelación.
“Para poder ejecutar, es necesario tener los pisos construidos -subraya Alió-. Llevamos dos legislaturas, y con esta serán tres, en que la excusa es que hay demasiadas personas por realojar y no se les puede colocar en los pisos construidos. Y los inquilinos se van haciendo mayores. Cuando van muriendo, es un piso más que se queda el Ayuntamiento. O un piso menos que tiene que entregar”.
Los afectados piden despejar incógnitas. “No hay hoja de ruta. A los afectados les falta saber dónde irán y cuál es el calendario. Reivindicamos que el Ayuntamiento lo aclare ahora, al comienzo del mandato”, propone Alió. El gobierno municipal se limita a indicar que falta por abrir un expediente de expropiación para precisar cuántos afectados serán trasladados o si tienen derecho a indemnización en “la última fase de las actuaciones de la Colònia Castells”, tal como la define.
“Mejor una residencia”
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Parte de los inquilinos más veteranos del bloque, ya ancianos, son reacios a plantearse una mudanza a estas alturas. Myrna evoca que, cuando se anunció la reforma, aún se veía con ganas de afrontar el cambio. “Pero ahora ya no me quiero ir. Tengo 87 años y creo que ya no lo veré… El Ayuntamiento sabe que quedamos cuatro. Se espera a que nos muramos y así se ahorra las indemnizaciones”, sospecha.
Núria se instaló en el edificio nada más casarse en 1958. Con 89 años, no intuye ninguna ventaja a las nuevas viviendas que el Ayuntamiento prometió: “Han pasado ya 20 años de aquello. ¡Mejor haría en construir una residencia bien chula y que nos lleve a todos! Por muy rápido que vaya, no tardará menos de cinco años en tener los pisos. ¿Dónde estaré entonces?”. Núria muestra su casa, impoluta. “Los pisos están bastante bien… Mire, aquí donde está el comedor, pasará la calle”, señala.
Otros inquilinos admiten que la perspectiva de que el inmueble acabe demoliéndose les ha disuadido a costear reparaciones. Jero expone el caso de su abuelo, en el bloque desde hace décadas: “Él estaba por arreglar la casa pero, como decían lo del desalojo, lo ha ido dejando. Es de lo que se queja. ¿Vas a gastar un dinero para que luego te echen? El piso está mal. Las puertas no encajan porque las paredes se hinchan. Hace unos días, tuvimos que tirar abajo la puerta de la cocina porque se quedó atascada”.
Los planos prevén que se alce un inmueble de 12 plantas cuando se tire el actual, impregnado de un aire anticuado, si bien conserva un aspecto sólido. “No entiendo por qué nos echan, porque los pisos no están mal“, observa Silvia, sin omitir deficiencias. “Las ventanas aún son de madera y se han reventado cañerías que son de plomo. En la escalera se hace lo mínimo, porque gastarse un pastón no serviría para nada y es un problema. ¿Pero nos sacarán de aquí algún día?”, pregunta.
También queda por resolver si se ofrecerá realojo a quienes han llegado en los últimos años. Pese a estar sentenciados, los domicilios no han dejado de arrendarse, bajo aviso de que pueden expropiarse en cualquier momento. Rosa, la portera, se aloja en la comunidad desde 2008, siete años después de la fecha que distingue a los inquilinos que, a priori, aspiran a una vivienda de quienes quedarían excluidos. “Dijeron que no dejarían a nadie en la calle… A ver si es verdad”, confía.