“Me voy, mamá”. Preparaba una mochila: algo de ropa, teléfono, documentación… Pipo, como le llaman todos, estaba nervioso, agitado, enfadado: “No puedo más”. Rosa miraba a su hijo. “Pero, ¿dónde vas?”. Nunca verbalizó el lugar. Nunca explicó sus planes. “Hijo… ¿dónde vas?”. Miró a su madre. Salió por la puerta… y no volvió a entrar. Se llama Francisco Javier Pastoriza y desde aquel 15 de enero de 2016 no está.
“Nueve años…”, arranca su madre, Rosa. “Nueve años en los que denunciamos, salimos en los periódicos, en la televisión, pusimos carteles… y nada”, lamenta. “Llevo nueve años, desde que mi hijo se fue, durmiendo en un sofá. Tengo la cadera rota, con una prótesis, y duermo desde entonces en el sofá con una manta“. Nueve años esperando una llamada. “No puedo ir a la cama a dormir, por mucho que me digan”, lamenta, “no puedo porque el teléfono fijo lo tengo en la sala. El móvil sí que lo llevo siempre, pero el fijo no puedo moverlo”.
Rosa durante el día es una abuela fuerte, cuida y ve crecer a sus nietos. Tiene seis. Entra, sale. Viene y va. Los momentos de debilidad los tiene a solas, por la noche, en el sofá. Si durante el día se rompe, lo hace a escondidas. “Lloro en la bañera, cuando me ducho. Es cuando digo: mi hijo… dónde está. ‘¿Estará muerto? No he podido enterrarlo…”. Luego se recompone. Aparca el dolor y sigue luchando. “No, quizá no este muerto. Yo creo que lo voy a volver a ver”.
“Me voy”
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15 de enero de 2015. “Yo creo que serían las nueve de la mañana o así”, revive Rosa, que retrocede casi una década atrás. Lo recuerda como si fuera hoy, porque es cuando habló con su hijo por última vez. “Me voy, ya no aguanto más aquí. Me voy a trabajar fuera”. Pipo, soldador de profesión, llevaba tres meses viviendo con su madre, había vuelto a casa tras su separación. “Hizo una mochila, una sola. Cogió la mochila y se marchó”. Nunca dijo dónde iba. “Mis hijas lo vieron por la calle caminando…”. No regresó jamás.
Teléfono apagado. Ninguna señal. La familia preguntó a los amigos y “nadie sabía nada”. Tras un par de días de margen, interpondrían la denuncia por desaparición. Recorrieron las zonas donde Pipo solía moverse, buscaron sin dejarse una calle, también en un comedor social. Llegaron los carteles. “Recuerdo que nos llamaron de Sos Desaparecidos, para ofrecernos ayuda, les dijimos que claro, que sí”, revive la mujer. También hablaron con la prensa, “el Faro de Vigo, La Opinión de Coruña… la tele gallega”.
Sin noticias, sin respuestas, sin Francisco Javier, esperaron noticias de la policía. “Yo no sé si buscó”, lamenta Rosa. “¿Batidas? A mí no me avisó nunca nadie si hubo alguna”, lamenta. “Nada, no tuvimos más pistas. Mi hijo no se despidió de nadie, ni de sus hijas (tiene dos), solo de mí, y nunca supimos de él”.
Su cartera, su tarjeta de crédito
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Los días pasaron y Pipo no estaba. “Por más que llamaba a su teléfono, no había señal”. Rosa, en casa, aprendió a vivir sin su hijo. “No… A vivir no es la palabra, porque esto es un sinvivir…”. Convivió con el silencio, con la ausencia, con el dolor. “Alguna pista falsa llegó, incluso algún cadáver que aparecía en tal sitio… De esos avisos sí que recibimos tras poner los carteles”. Nunca era Francisco Javier.
Una llamada, hace unos cinco años, irrumpió en el salón. “Era la policía, por fin”, explica, “es la única vez que me ha llamado”. Habían encontrado la mochila con la que Pipo salió de casa cuatro años atrás. “Estaba en una taquilla de un supermercado”. No había duda, era de él. “Estaba su cartera. Tengo los carnés, la tarjeta del médico, del banco. Tengo fotografías mías, de mis nietas…”. No había ropa, ni teléfono, “había papeles y dos libros de familia, nada más”.
Su mochila, en el súper cerca de casa, cinco años después. “Mi hijo al menos hace cuatro debía de estar vivo”, expone Rosa. “Debió de dejar la mochila ahí él. A la policía le dieron la alerta porque ‘hacía unos días que no habrían esa taquilla’. La policía me llamó desde comisaría y yo fui a recogerla allí”.
Rosa no olvida lo que sintió. “Cuando llegué, les dije: mire, esto es de mi hijo, que está desaparecido. Tengo la denuncia puesta”. Sus palabras no supusieron un gran efecto, lamenta. “Me dijo: ‘Tome la mochila de su hijo’, me hizo firmar y ya está”. Nada cambió en la investigación. “¿Investigación…? No sé si la ha habido la verdad… Es lo que cogí y es lo que tengo de él”.
Nueva ubicación: Betanzos
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Tras la mochila, silencio y un nuevo fogonazo un año después. Luz que, de haber sido mirada, quizá hubiera resultado clave. “Llegó una carta del banco”, cuenta Rosa. “Decían que mi hijo, o alguien en nombre de él, había cambiado la sucursal de su cuenta en 2021. Es decir, que ya no usaba la oficina de siempre… Se movió a Betanzos”. Rosa llamó al banco. “Me respondieron que no podían darme información porque yo no figuraba en la cartilla”. Luchó. “Me presenté en Betanzos para explicar el caso. Después de ir hasta allí, nada… No me daban información”.
Acudieron a los encargados del caso. “Mi hija se lo comunicó a la policía para que solicitara una orden judicial y que pudieran decirnos más. Llevamos tres años esperando, y la orden nunca llegó. La policía o el juez, ¿quién de los dos se durmió?”. Betanzos, ¿fue alguien quién lo cambio? ¿Fue él? “No sé quién, porque los carnés los tengo yo…”. En la mente de Rosa, un remolino de preguntas: “Si está vivo, tendría que tener un carnet, ¿no? Pero lo tengo yo en mi mesita…”. Sigue pensando. “Si mi hijo se hubiera hecho un DNI nuevo, eso debería de constarle a la policía, ¿no?”. Rosa se agarra a la mochila, la que encontró sin ropa y sin teléfono… “Sigo llamando, pero está siempre apagado. Nunca hay señal”.
Juicios pendientes
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Nueve años sin noticias. Sin avances. Sin nada que poder hacer. “Solo puedo esperar…”, llora su madre, que se resiste a rendirse. “A lo mejor está haciendo otra vida por ahí. Quizá conoció a otra chica, formó una familia…“, dibuja la mujer. “Mis hijas me dicen que no me haga muchas ilusiones, pero yo pienso que quizá sí…”.
Pipo, en el momento de su desaparición, quería reinventarse y empezar una vida nueva. Se había separado, buscaba trabajo, estaba en desintoxicación. “Los amigos me decían que está desaparecido, pero no muerto… Me decían que mi hijo tenía algunos problemas, juicios, y que lo mismo aparecía cuando prescribieran”.
Rosa tacha cada día que pasa en el calendario. Nueve años, y un mes, desde aquel 15 de enero de 2015 en el que se despidió. “A lo mejor me equivoco, pero siento que está vivo…”. Pide una llamada, una respuesta: “no quiero morirme sin hablar con él”.