La cineasta que esta noche ha ganado el Oso de Oro en la Berlinale, Mati Diop, es una mujer negra de padre senegalés y que hasta la fecha ha dedicado su trabajo como directora a explorar la terrible herencia del colonialismo. La presidenta del jurado que le ha otorgado ese galardón, la actriz Lupita Nyong’o, es una mujer negra de padres keniatas que ha usado el éxito logrado gracias a su trabajo en Hollywood para revindicar la cultura africana. Y aunque ese paralelismo sin duda ayuda a explicar por qué el premio a la Mejor Película de la 74ª edición de la Berlinale ha ido a parar al segundo largometraje de Diop, ‘Dahomey’, el argumento más rotundo para defender el fallo de los jueces es que no resulta fácil encontrar títulos más merecedores de él entre aquellos contra los se enfrentaba. Dicho esto, cabe preguntarse: ¿habría tenido Diop verdaderas posibilidades de lograr semejante triunfo si la competición propuesta este año por el festival hubiera acreditado la calidad artística que se sigue esperando de él?
A lo largo de sus 68 minutos de metraje, ‘Dahomey’ observa el proceso que se inició en noviembre de 2021 con la repatriación de 26 obras de arte procedentes del reino de Dahomey, hoy Benin, que 130 años atrás habían sido robadas por los franceses; y entretanto, mientras combina una base documental con elementos propios del cine de fantasmas, ofrece argumentos irrebatibles sobre los abusos cometidos por Europa en África y sobre la necesidad de restitución del patrimonio cultural a sus países de origen, y al mismo tiempo funciona como pertinente crítica de los museos en cuanto que espacios que celebran el colonialismo pero también como reivindicación de su importancia como instrumento educativo. Y, lo hace de forma impecable, pero al verla resulta más pertinente atribuirle méritos por el tema que trata y por los recursos de los que ha dispuesto a la hora de hacerlo que por manejar ese tema o esos recursos de forma particularmente compleja o ambiciosa.
Sobre el papel no debería resultar especialmente sorprendente que el Gran Premio del Jurado -tradicionalmente considerado como el segundo galardón más importante del palmarés- haya ido a parar a la nueva película de Hong Sangsoo, ‘A Traveller’s Needs’, habida cuenta del idilio que el director coreano lleva años manteniendo con este festival: ha participado en él en siete ocasiones, cinco de ellas en los útimos cuatro años, y hasta hoy ya había ganado en él otro Gran Premio del Jurado y dos estatuillas a la Mejor Dirección. Y, sin embargo, resulta tan chocante que un galardón de este calibre vaya a parar a la que sin duda es una de las películas más intrascendentes de su notoria carrera que esta noche, al subir al escenario a recogerlo, el propio Hong ha declarado: “No sé qué le habéis visto a mi película”.
Y un tipo de ironía similar puede extraerse del Premio del Jurado concedido a ‘L’empire’, de Bruno Dumont, una comedia genuinamente majadera -sobre dos potencias enemigas procedentes de los confines del espacio exterior que escogen la costa de Normandía para dirimir el dominio del universo- que invita a ser entendida como un corte de manga al tipo de cine de intenciones trascendentes que habitualmente se premia en los festivales, y al que el propio Dumont dedicó a conciencia la primera parte de su carrera.
En realidad, el conjunto del palmarés anunciado esta noche resulta igualmente desconcertante. El premio a la Mejor Dirección ha ido a parar al dominicano Nelson Carlos De Los Santos Arias por su tercer largometraje, ‘Pepe’, en el que utiliza el destino de uno de los hipopótamos que el narco Pablo Escobar crió en su zoológico personal como excusa para impresionarnos de forma más bien gratuita todo un surtido de trucos cinematográficos; y si bien el jurado ha acertado plenamente al otorgar el Oso de Plata a la Mejor Interpretación Principal a Sebastian Stan, que en ‘A Different Man’ es todo finura dando vida a un actor atrapado en sus propios prejuicios, sus inseguridades y sus vanidades, por otro lado han decidido conceder el Premio a la Mejor Interpretación Secundaria a la británica Emily Watson, cuyo trabajo en ‘Small Things Like These’, en la piel de una monja a cargo de una de las infames lavanderías de la Magdalena, es una exhibición de maldad caricaturesca.