Los funambulescos indicios de injerencia rusa en el ‘procés’ pudieran alejar más a Puigdemont del paraguas de la amnistía. Siempre ha habido un componente iluso y ‘freakie’ en la geoestrategia independentista. El Parlamento Europeo se siente concernido, con la agresión rusa contra Ucrania en pleno fragor. Es constante la truculencia infractora en los cálculos erróneos del ‘procés’ y perjudica la estancia de Pedro Sánchez en La Moncloa. El desconcierto del pospujolismo sigue, sin alternativas, mientras el sistema institucional de Catalunya es comparable a un buque fantasma.
Las aproximaciones del entorno de Puigdemont al poder moscovita tienen un precedente: en 1925, Francesc Macià, líder de Estat Català y luego patriarca de Esquerra Republicana, viajó a Moscú –un episodio minuciosamente reconstruido por Ucelay-Da Cal y Joan Esculies- en busca de ayuda soviética para su propósito de alzamiento armado. Exiliado en París en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, preparaba fallidas incursiones armadas en la frontera y coqueteaba con la idea de aliarse con los comunistas.
Lenin había muerto –ahora se cumplen cien años- y en Moscú la lucha por el poder era a sangre y fuego. Acabó ganando Stalin. Macià va por los despachos del poder comunista y del Komintern insinuando la alianza revolucionaria que, por las armas, liberase a los pueblos de España del imperialismo castellano. Iba a fracasar y, como es propio del irredentismo, se convirtió en un mito para los calendarios y casinos de republicanismo.
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Anteriormente, Macià había llegado a coronel del cuerpo de ingenieros. Como diputado, en 1915 habla en las Cortes en defensa de una enmienda por la que España no ha de construir otra cosa que torpederos y submarinos. No lo logra y, despechado, renuncia a su acta de diputado –cuenta Cambó en sus memorias- porque “no quería ser diputado de un Parlamento que no se preocupaba de la defensa y fortaleza militar de España”. Al casarse, Macià se convertiría en un gran terrateniente de Lleida, con feudo electoral. Su frustrada pasión por la guerra submarina y la defensa de España le llevaron a la política. De ahí su viaje garibaldino a Moscú.
Tanto la aventura de Macià como los tanteos rusos de Puigdemont, los dos liderando una ruptura con España, ilustran la nula capacidad para una estrategia internacional –en un plan general sin sentido jurídico, social, ni histórico- que sustentase la fundación de un Estado independiente. Al mismo tiempo, no les convalida como socios de fiar, como está constatando Pedro Sánchez y como pudieron comprobar socialistas y republicanos cuando Macià –a quien Josep Pla llamaba “ex militar antimilitarista”- no cumplió con el Pacto de San Sebastián, proclamando por su cuenta el Estado Catalán el 14 de abril de la Segunda República. Tres años más tarde, Companys proclama la independencia de Catalunya y va a la cárcel. Algo más de ochenta años después, Puigdemont declara unilateralmente la secesión de Catalunya y huye al extranjero. Ni para Macià ni para Puigdemont la trama rusa quedó en nada, pero es probable que a los ciudadanos de Catalunya les canse especialmente hacer el ridículo.