Llevamos ya tres años de sequía. Primero esperamos a que llegasen las lluvias y las reservas acumuladas fuesen suficientes para sortear un episodio habitual en un clima mediterráneo (y más que lo será según la tendencia del cambio climático). Después, se empezaron a tomar las medidas para poder utilizar recursos hasta ahora desperdiciados, con infraestructuras de desalinización y repotabilización de aguas residuales, inevitablemente de lenta aprobación, licitación y ejecución. Y mientras, se emprendían medidas de ahorro de consumo, vía campañas de concienciación en un primer momento y con restricciones paulatinas después. Todos estos esfuerzos han permitido ir retrasando el momento al que llegamos ayer: la declaración del estado de emergencia en gran parte del territorio de Catalunya, en el que viven seis de sus ya casi ocho millones de habitantes. De momento, solo en su primera fase, que limita a 200 litros por habitante y día el consumo en cada uno de los municipios afectados; la pueden seguir la segunda y tercera, que rebajaría esta disponibilidad de agua hasta los 160 litros. Y si no llueve durante los próximos meses de la primavera es lo que sucederá, teniendo en cuenta que Barcelona y Girona pueden tener agua disponible solo para los 15 próximos meses.
¿Se ha hecho lo necesario a su debido tiempo, o ha habido un exceso de confianza que las ha retrasado indebidamente? El coste de las medidas de restricción (no hablamos solo de comodidad desde una miope óptica urbana: la última gran sequía de los años 2007-2008, ante la que el país estaba mucho menos preparado, redujo en un 1% el PIB catalán de ese periodo) explica que algunas de ellas se hayan ido aplicando solo cuando han sido inevitables. Otra cosa son las respuestas estructurales. La gran crisis de 2009-2013 dejó en papel mojado gran parte de los grandes proyectos diseñados entonces, y no venimos precisamente de una década en la que los distintos gobiernos hayan dedicado el grueso de sus esfuerzos y recursos a atender las necesidades reales del país, y menos a las que requerían una visión realista a largo plazo. Pero en iniciativas como la ampliación del parque de desaladoras, la reutilización del agua del Besòs o la posible movilización de la parte no utilizada del minitrasvase del Ebro no se ha sido suficientemente ágil: así lo indica que algunas de ellas se descarten ahora no por inadecuadas, sino porque ya no llegarían a tiempo.
Balance de lo hecho hasta ahora aparte, ahora estamos ya en una situación de emergencia. Y ese es el cariz que deben tener las decisiones, debates y acciones de cada uno de los agentes implicados, desde la Administración a cada uno de los sectores económicos y cada uno de los ciudadanos en sus hábitos cotidianos. No hay excusa para acciones individualistas o egoístas en cada uno de los usos del agua que no es realista esperar que sean inspeccionados y sancionados de forma efectiva. Será necesaria responsabilidad. También a la hora de asumir los costes al decidir el reparto de un recurso escaso entre usos que, esperemos que solo durante un tiempo, pueden ser incompatibles: el suministro urbano, residencial o turístico, la industria o la agricultura. Un concepto de tan mal recuerdo como el de «racionar» vuelve a estar en nuestro horizonte mental.