Todo el mundo tiene su 11-M y recuerda cómo se enteró de los atentados y vivió aquella terrible jornada, pero el testimonio de Saray, Isabel, Marina, Alberto, José Luis y Giles cobra especial relevancia por la implicación que tuvieron en una jornada que esperaban que hubiera transcurrido de otra forma, pero que acabó impactando en sus vidas.
Ese día les tocó atender a heridos en las vías, sacar cadáveres de los trenes reventados, dar la peor noticia a los familiares de las víctimas, coordinar un imponente operativo de emergencias, armar a la carrera el puzle de la autoría de las explosiones y sufrir en sus propias carnes un atentado terrorista que acabó causando 192 fallecidos y 1.850 heridos, y del que ahora se cumplen 20 años.
Sus pasos se cruzan en las vías donde estallaron los trenes, los hospitales de campaña que se improvisaron para atender a los heridos y en la morgue donde acabaron los cadáveres y sus familiares.
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Como en los juegos de completar puzles, a Saray Benito (Madrid, 39 años) le falta una pieza del día que le cambió la vida, y justo le falta la más importante, la que da sentido a todo el juego.
Tiene las piezas anteriores: una chica de 19 años, alegre, jovial y animosa, se levanta el 11 de marzo de 2004, como todos los días, para acudir al centro de rehabilitación psicosocial donde hace las prácticas de 2º de Terapia Ocupacional, la carrera que estudia movida por la vocación de “ayudar a la gente” que siempre ha marcado su carácter. Pero ese día, raro en ella y en su habitual puntualidad, se le pegan las sábanas y acaba saliendo de casa a la carrera. Como una gacela, salta sobre el tren que está a punto de dejar la estación de Entrevías, en el barrio de Vallecas, y respira aliviada al verse agarrada a una de las barandillas del vagón, que va atestado de viajeros.
También tiene las piezas posteriores: confusa, conmocionada, abre los ojos tumbada sobre el suelo de una pista de deportes envuelta en sangre y rodeada de gente que oye gritar y lamentarse en la lejanía, a pesar de estar a su lado. Es una sensación extraña. No sabe dónde está, ni por qué, ni cómo ha aparecido allí, pero no siente dolor.
El dolor empieza a sentirlo en la ambulancia que la lleva al hospital. Es un dolor muy intenso, como nunca antes había notado, clavado en el pecho. Al asistente que la acompaña, le ruega: “Por favor, no me dejes morir”. “Se llamaba Esteban, nunca lo olvidaré. Le dije eso porque sentía que me iba, que me moría”, recuerda.
Siguió pensándolo en el hospital, cuando vio aquel revuelo de médicos, enfermeros, sondas y cables a su alrededor, y cuando apareció su familia y oyó a su madre hablando por teléfono con su hermano: “Saray está en la unidad de críticos, date prisa”.
No, Saray no murió ese día, pero ese día cambió su vida para siempre por algo que ocurrió en las horas que no logra recordar. Esa pieza del puzle ha tenido que reconstruirla a través de relatos que le contaron. El 11 de marzo de 2004 viajaba en el tren que estalló junto a la calle Téllez de Madrid y la sacaron de debajo de una montaña de cuerpos, que fue lo que la salvó, ya que amortiguó la onda expansiva de la defragración. En fotos de prensa que recopiló después, se la ve con el puño cerrado, y así siguió varios días, sin abrir la mano, como si su mente se hubiera quedado detenida en el momento en que iba agarrada a la barandilla del vagón.
En la ambulancia que me llevaba al hospital sentía que me iba, que me moría
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Guapa, entusiasta y enérgica, Saray relata hoy con cierto desdén el vía crucis sanitario que ha vivido estos últimos 20 años, como si fuera un historial médico ajeno. Nadie diría que es una víctima del mayor atentado terrorista ocurrido en Europa, pero la procesión va por dentro. “Me quedé sorda de un oído, y del otro también me falta audición. Lo peor son los ruidos que suenan en mi cabeza constantemente, que algunos días son insoportables, pero también padezco fibromialgia, asma, arrastro problemas de retina y de riñón, y sufro continuas crisis de ansiedad”, enumera. Y al segundo, añade: “Pero aquello también me aportó cosas buenas. Me hizo madurar y me enseñó a vivir sin prisa. Ese día llegaba tarde al trabajo, salí de casa corriendo, y al final no llegué”, cuenta.
Le dio por estudiar y en estos años ha hecho Criminología, Derecho, Quiromasaje, y logró terminar la carrera que cursaba en ese momento. “Tener la cabeza ocupada me ha ayudado a superar esto”, cuenta. Su mente ha borrado lo que vivió aquellas horas, pero su piel sigue llevando incrustados trozos de metralla de la explosión. “No soy una víctima, soy una superviviente”, advierte
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A Isabel López, médico de Emergencias de Madrid en el 11-M, un policía municipal la agarró por la parte de atrás de la chaqueta y le gritó: “Vámonos, que nos van a matar”. “Me da igual”, le respondió Isabel, que atendía a heridos en la estación de Atocha sin parar. Ya la evacuaron una vez de los andenes por miedo a más bombas, pero esta vez se plantó. “Había que atender al mayor número de heridos posible. En ese momento no eres consciente del peligro. Además, es que no lo podía dejar, si cortaba lo que hacía, ese paciente se iba a morir”, razona la que ahora es jefa de guardia del Samur.
Aquel día Isabel, ‘Beluca’, tenía 30 años y empezaba turno cuando entró un aviso a la ambulancia: Explosión en Atocha. No había más datos. La suya fue una de las dos primeras ambulancias en llegar. Al poner un pie en el suelo, supo que “aquello no era normal”. Ya había estado en atentados, pero eso “era otra cosa, con gente saliendo, corriendo… Entrábamos a un sitio del que la gente huía”, recuerda. Muchos heridos le pedían ayuda, pero la máxima en emergencias es que, si se desplazan por sí mismos, son pacientes ‘verdes’. “No podíamos atenderles”.
Al recordar el espectáculo dantesco que vio desde arriba, se queda en silencio. “La memoria es muy sabia y borra recuerdos que no se pueden contar. Cientos de personas en los andenes, había muchos cadáveres“, relata. La médica comenzó a seleccionar a los pacientes más graves para estabilizarlos y que fueran trasladados. Era momento de tomar decisiones rápidas.
Había que atender al mayor número de heridos posible. En ese momento no eres consciente del peligro
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El cerebro es sabio, pero hay imágenes que se quedan grabadas a fuego. Como la de los policías retirando cadáveres de una pila de personas al inicio de la escalera “porque debajo había personas vivas gritando”. O el “silencio terrible” que se instaló tras el atentado. “Había pocos gritos para lo que era aquello”, recuerda.
Un silencio que les acompañó durante horas, primero en Atocha y luego en la calle Téllez. Mientras aplicaba analgesia a los que estaban conscientes pero ya no se podía hacer nada por ellos, seguía salvando vidas -los tubos intracraneales, las vendas en las amputaciones…- y los compañeros que llegaban organizaban los traslados: “Tardamos un rato en evacuar al primero”, recuerda.
Al llegar a casa, sus hermanos y sus padres le preguntaron qué tal estaba y no supo responder. “El drama real te viene al día siguiente, cuando te das cuenta de la dimensión del terrorismo. Pensar que alguien puede hacer el mal así cuesta mucho”, razona la médica, que explica. La pandemia fue también dura, pero “no tiene nada que ver, porque era una enfermedad y afectaba de uno en uno”, compara.
Aunque la guardia “siempre te cae al día siguiente”, Isabel cree que hay que reponerse rápido, porque los servicios de emergencias no te puede afectar: “Hay que seguir interviniendo a los pacientes, hay que levantarlos del suelo”, afirma. Hubo compañeros, sin embargo, que dejaron el servicio: “Aquello le venía grande a cualquiera”.
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El 11 de marzo de 2004, José Luis Castillo, que hoy tiene 58 años, ya estaba curtido en rescatar heridos en escenarios marcados por atentados terroristas. “Nada te curte para esto”, advierte el jefe de servicio de los Bomberos de Madrid. Vivió los “años de plomo” del terror etarra y sabe lo que es caminar junto a un coche-bomba aún humeante tras su explosión. Pero aquello era diferente.
Empezó siéndolo muy temprano, antes incluso de llegar a la sede de su unidad, situada por entonces junto a la plaza Mayor. “Me extraño no ver los vehículos de los jefes de guardia ni al resto de los compañeros, y pensé: aquí pasa algo gordo. Subí a la sala de control y en los monitores aparecían ya reflejadas las explosiones. Los teléfonos no paraban de sonar, y tan pronto llegó el remplazo, salí con mi unidad hacia la calle Téllez”, recuerda.
Un compañero que vivía en esa misma calle, había llamado para contar que había visto estallar el tren en directo desde su balcón. A los pocos minutos, el paisaje era desolador. “Las vías eran un escenario de guerra. Todo era un caos. Había cuerpos por todos lados, decenas de heridos, y gente que salía del tren y se alejaba lentamente sin ser consciente del peligro que aún existía”, relata.
Él tampoco lo pensó, ni recuerda haber registrado emociones reconocibles ante la barbarie que tenía delante. “En ese momento se activa en ti un automatismo y solo piensas en lo que has de hacer, en los recursos que tienes y en cómo lo vas a resolver. Te concentras en sacar de allí a todas las personas que tengan un hilo de vida. A unos en camillas, a otros en trozos de puertas o en asientos del tren. Y has de hacerlo antes de que lleguen los Tedax y te obliguen a evacuar», relata.
En ese momento, te concentras en sacar de allí a todas las personas que tengan un hilo de vida
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En Tellez, a cielo abierto, la operación fue rápida. En el tren que estalló en Atocha, las grabaciones de las cámaras de la estación mostraron a bomberos rescatando heridos sobre el sonido de la megafonía que ordenaba la evacuación. “Mientras queden personas vivas, nuestra misión es no abandonar el lugar sin llevarlas a un lugar seguro”, advierte el profesional de emergencias.
Tras el rastreo de la zona por los expertos en explosivos y los perros policía, a Castillo y a su equipo les tocó regresar a las vías para hacer el trabajo más ingrato. “Cuando rescatas a alguien que respira, tienes esperanzas, pero volver para levantar cadáveres junto a la policía y el juez, es duro, y aquello estaba lleno de cuerpos”, rememora.
A esta tarea dedicó el resto de la jornada, con el ruido de las sirenas de las ambulancias de fondo. Al volver a la central, ya de noche, mantuvo una reunión con el resto de compañeros, casi a modo de terapia de grupo. “Fue una charla larga que nos ayudó a todos mucho, porque nos permitió compartir experiencias, liberar la tensión de la jornada y comprobar que todos habíamos sentido lo mismo. Fue ahí cuando tomamos conciencia de lo que habíamos vivido”, recuerda.
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Dice Marina Fernández, psicóloga especializada en atención de emergencias y catástrofes, que, de entre todas las enseñanzas que le dejó el 11-M, quizá la más importante fue que “se puede hacer mucho simplemente estando”. Ella fue una de los más de 800 psicólogos que trabajaron en la atención a los familiares y allegados de las víctimas en la morgue improvisada del pabellón 6 del recinto ferial de Ifema de Madrid. Hacían de enlace entre la policía forense, las autoridades y las familias, a las que estos psicólogos abrazaban emocionalmente, a veces para hacerles saber, simplemente, que estaban allí por si les necesitaban para sobrevivir a la situación más traumática de sus vidas.
“Es eso que se dice: que es esencial el saber hablar y el saber callar. Se trataba de estar sin estar molestando, porque ellos son la familia”, relata en una cafetería de la estación de Atocha, adonde ha venido con un familiar de una víctima para “trabajar sus emociones”. “Muchos familiares siguen presentando sintomatología relacionada con los atentados“, explica la psicóloga, que, como el resto de compañeros movilizados por el Colegio de Psicólogos de Madrid, fue asignada junto a otro interviniente a una familia concreta para acompañarla en el reconocimiento de los cadáveres y de sus objetos personales.
Muchos familiares siguen presentando sintomatología relacionada con los atentados
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“Me impactó mucho la respuesta que provocaba en todos los profesionales, y en la propia familia, cuando sonaban los móviles. Te conectaba con la persona viva a la que estaban llamando los familiares o los amigos, y ponía los pelos de punta“, recuerda. El atentado supuso “un antes y un después” en la gestión emocional de este tipo de situaciones: desde entonces se estimó fundamental, tanto por parte de las administraciones como por toda la sociedad, el apoyo psicológico en tragedias y catástrofes.
“Se hizo una labor muy buena”, estima la psicóloga, cuya función era explicar a las familias lo que estaba ocurriendo en cada momento. “No todo el mundo necesita atención psicológica, pero era conveniente que te tuvieran de referencia por si surgían dificultades emocionales, para conseguir que estas salieran de forma canalizada, y que les sirviéramos de canal de comunicación”, prosigue. “Se trataba de no hacer pasar a las familias por más sufrimiento del necesario”.
Marina también atendió a familiares de las víctimas del accidente aéreo de Spanair, que aunque fueron momentos duros, “a nosotros nos preparan para afrontar esto, aunque no todos los psicólogos sirven para todo“. En ese sentido, hay “técnicas” para los intervinientes, que tras este tipo de actuaciones se reúnen en una sala con profesionales de distintos ámbitos “para poder sacar tu experiencia”. “Quien quiera contar algo, lo cuenta. Qué le ha preocupado o, simplemente, una anécdota vivida. En el grupo se facilita que se descargue, que te vayas a casa sin llevarte la mochila, y después de que hayas podido encontrar alguna solución o aprendizaje”, explica.
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Casualidades de la vida: a Giles Tremlett, el 11-M le pilló escribiendo sobre terrorismo yihadista. Ese día no estaba en Madrid, sino en Cartagena, donde había ido a documentar una noticia que debía enviar a ‘The Guardian’, el rotativo para el que cubría España y el Magreb como corresponsal, y esa mañana también tenía que terminar de escribir una crónica sobre la creciente presencia de Al Qaeda en el Sahel.
A pesar de esta coincidencia, al periodista no se le ocurrió pensar en la pista musulmana cuando, alertado por las noticias y las llamadas de su jefa desde Londres, salió disparado hacia Madrid, donde llegó al mediodía. “Era una ciudad fantasma. No circulaban coches, solo sirenas de ambulancias. Me dirigí a los escenarios de los atentados y el ambiente era tétrico. En ese momento no había duda de la autoría de ETA”, recuerda.
Sin embargo, esa tarde ocurrió algo que le escamó: “De repente, suena mi teléfono y es de Moncloa. En diez años, nunca antes me habían llamado. ‘Ha sido ETA, no lo dudes’, me dice esa voz, y me insiste machaconamente varias veces”, rememora. Si el objetivo de aquella llamada era aquilatar la teoría de la autoría etarra que el Gobierno estuvo sosteniendo hasta el día de las elecciones, el resultado fue el contrario. “A mí me hizo sospechar, me puso en guardia”, cuenta el periodista.
Madrid era una ciudad fantasma. No circulaban coches, solo sirenas de ambulancias. En los escenarios de los atentados, el ambiente era tétrico
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Las siguientes horas, Tremlett las recuerda como una película de suspense en la que todas las pistas conducen a un desenlace que había tenido delante y no había sabido ver. Cuando apareció la furgoneta con los detonadores en Alcalá de Henares, acudió a entrevistar al testigo que había visto a los posibles terroristas y los describía con rasgos magrebíes. Al día siguiente, la mayoría de medios españoles seguían apuntando a la autoría etarra, pero su crónica, titulada a las 5 de la madrugada, se titulaba: “¿ETA o Al Qaeda? 192 muertos y 1.400 heridos en atentados con bombas en trenes”.
El sábado, su teléfono fue uno de los miles que recibieron el célebre SMS del “Pásalo”. Se acercó a la sede del PP a palpar el ambiente y lo que encontró fue “mucha gente muy cabreada”. Y el domingo, “el sorpresón”. Así define el periodista el resultado electoral, que no duda en vincular a lo ocurrido los tres días anteriores. “Todos los sondeos daban victorioso a Rajoy, pero ganó Zapatero. En ese sentido, los atentados consiguieron su objetivo, que era cambiar el rumbo político de España. Pero no lo lograron las bombas, sino las mentiras del Gobierno”, advierte.
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Alfonso del Álamo, director de Emergencias Madrid en el 11-M, se dio cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido ese día cuando a las dos de la mañana -“la primera vez que me senté en todo el día”, recuerda- vio que tenía 62 mensajes sin leer en el móvil. Mensajes en los que había dolor, solidaridad y muchas felicitaciones por el despliegue llevado a cabo. Atrás quedaba el día más importante (y más difícil) de su carrera profesional.
Nada más llegar a Atocha, y tras el primer “impacto” de lo que veía, comenzó a hacer gestiones con las empresas porque “nos estábamos quedando sin material fungible”. “Activamos todas las ambulancias, incluso las que estaban en talleres en reparaciones pequeñas”, relata. Él fue el enlace entre “los chalecos y las corbatas”, es decir, entre los equipos de emergencias y los políticos. Entre ellos estaban el concejal de Seguridad, Pedro Calvo, y el alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, “que dieron un paso al frente y asumieron la carga del atentado”, recuerda.
Para Del Álamo, que ya había trabajado en catástrofes en Guinea y Nicaragua, la atención en los focos fue tan buena porque tanto Samur como Bomberos “tenían protocolos de rescate trabajados durante años”, ya que Madrid había sufrido decenas de atentados de ETA y había “mucha experiencia adquirida”. Según el médico, que escribió un libro sobre su experiencia -’11-M. El honor de servir’-, el mérito del operativo radicó en que los sanitarios “podían centrarse solo en lo que estaban haciendo. El resultado fue que se evacuaron a 250 heridos críticos en 2 horas y 40 minutos. La calidad del trabajo fue extraordinaria”.
Activamos todas las ambulancias, incluso las que estaban en talleres en reparaciones pequeñas
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Sin embargo, la gestión de la morgue de Ifema la recuerda como “una improvisación absoluta, y lo digo con orgullo, porque no había precedentes”. Había que identificar los cadáveres y organizar “el mayor proceso de duelo que se había vivido en Europa”. Fue Calvo el que llamó al presidente de Ifema a las 10 de la mañana para ver si podía facilitar un espacio que mantuviera temperaturas “entre 4 y 6 grados”. Se creó así un “tanatorio de fortuna” en muy pocas horas y, sin esperarlo, cayó sobre él la gestión de un enorme puzle que incluyó hacer pequeñas obras para separar espacios. “Aunque distribuimos a las familias en cuatro salas, estaban todas abarrotadas. Entrar allí era algo que pesaba, que dolía”, se emociona recordando.
Como el resto de profesionales que trabajaron ese día, tuvo que actuar sobre la marcha, con sus errores y sus aciertos. “Aprendí la importancia de decir la verdad. Me acercaba a las familias con la verdad por delante, sin responder a rumores”, asegura. En ese sentido, cree que la gestión política del atentado se debió haber hecho “mejor de lo que se hizo”. “El resultado es que no se ha cerrado la herida. Se hurtó a la sociedad española la posibilidad de metabolizar aquella barbaridad”, opina.