El dolor tiene mucho que ver con la incomprensión. Pero sobre todo con el miedo.
Pedri, con las cuencas de los ojos como depósito de lágrimas, se sentó en el banquillo con la musculatura otra vez destrozada. Su mirada estaba perdida. Extraviada en ese laberinto sin salida desde que, en su primera temporada, fuera exprimido hasta quedarse, primero sin aliento, y después sin esperanza. Ese gesto de profunda confusión fue el que mostró también Frenkie de Jong sentado en la camilla, roto también por el dolor. No tanto por ese tobillo retorcido y transfigurado en bola, sino por la sensación de que la paz tampoco está a su alcance. Tampoco para el Barça, con un corazón agujereado, e incapaz de recortar su distancia con el Real Madrid y de superar al Girona.
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Y así, en apenas esos 20 minutos que separaron una lesión de la otra, el Barcelona vio desfilar a muchos de esos demonios que impiden redención alguna. Xavi Hernández, que volvió a pagar su frustración con un árbitro –cumplió ciclo de tarjetas y no podrá dirigir al equipo ante el Mallorca–, vio de repente cómo en su centro del campo se abría un agujero hacia el abismo. Además, en la antesala de ese duelo de vuelta de octavos de la Champions frente al Nápoles en el que el club, con la caja fuerte repleta de telarañas, tanto se juega.
Con la tristeza como único hilo conductor del partido en un San Mamés resacoso y adormilado tras ver cómo el Athletic volvía a acceder a una final de Copa, el Barcelona sólo pudo jugar a trompicones. Sin orden ni plan de juego, con más pelotazos que cordura, y con la única obsesión de no cometer errores que pudiera aprovechar un Athletic también deshilachado por los descansos ofrecidos por Ernesto Valverde, que echó en falta la agitación del sancionado Nico Williams. Su hermano Iñaki, tantas veces azote azulgrana, no dio esta vez una a derechas.
Pie de piedra
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Cubarsí, que ganó el pulso por un puesto en el centro de la defensa a Iñigo Martínez, estuvo mucho más tranquilo que Araujo, condenado a ser quien diera inicio al juego con su pie de piedra. Mientras que Raphinha, a quien Xavi ha devuelto a la titularidad por discutibles que sean sus méritos, pasó tan inadvertido en la derecha como en la izquierda, cuando Lamine Yamal tuvo que sustituir al filo del descanso a Pedri.
En el Barça de Xavi el origen del juego es Christensen, un central al que se le puede pedir que robe, pero no que imagine. Significativo. Así que sólo las acciones esporádicas, nunca el juego coral, podían acercar al equipo al gol. Sólo estuvo cerca de lograrlo Cancelo, que sacó partido a su privilegiada técnica con un disparo desde el otro océano que entre Unai Simón y Yeray sacaron al borde del abismo. Fue el único acercamiento barcelonista. Ter Stegen, mientras, tampoco tuvo que mostrar las manos a nadie.
Con el centro del campo convertido en una autopista hacia la nada, con el pobre Fermín y Gündogan clavados en esquinas de una cama sin sábanas, Xavi buscó remedio a un cuarto de hora del desenlace sacando a jugar a Oriol Romeu, en quien nadie repara, y a João Félix, que ha pasado a ser un mero alborotador en manifestaciones de pensionistas.
Volvía el equipo a quedar en manos de Lamine Yamal, que al menos intentó forzar un penalti a Berenguer mientras Lewandowski miraba y Vitor Roque, otra vez en la urgencia, reposaba.
No hubo manera de entender que Xavi y sus futbolistas, en una noche en que podían haber hecho soñar a su hinchada con algo diferente a la más triste indiferencia, se dejaran engullir por la apatía y el miedo. El Barça sufre un dolor insoportable.