Una vez analizado el informe elevado por parte del magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón, tras una instrucción no exenta de polémica, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo se ha declarado competente y por unanimidad ha decidido abrir una causa para investigar, y llegado el caso enjuiciar, al expresidente de la Generalitat y ahora eurodiputado Carles Puigdemont y a Ruben Wagensberg, actualmente diputado en el Parlament de Catalunya, ambos por delitos de terrorismo relacionados con el caso de Tsunami Democràtic.
El tribunal sostiene que los hechos que se imputan a esta movilización en el auto se incardinan en el delito de terrorismo, es decir, se ajustan a la actual definición en el Código Penal de este fenómeno. No obstante, ninguno de los hechos referidos se ajusta a la idea social de terrorismo fruto de nuestra memoria colectiva y que está vinculada al terror que sembraba ETA y más recientemente el islamismo, ambos asesinando indiscriminadamente. Sucede sin embargo que la reforma del Código Penal que se llevó a cabo en 2015, dicho sea de paso con el apoyo del PSOE, y que se enmarcaba en la lucha global contra las acciones del terrorismo islamista, junto con la voluntad de endurecer el tratamiento penal de la violencia callejera, ha hecho posible que la justicia, gracias a ampliación de la definición de terrorismo que de ella se deduce, llegue a considerar como tal algunos actos que para muchos se sitúan más en el ámbito de la participación política y que, por tanto, ven en esta causa una persecución de la protesta. De ahí que esta misma semana organizaciones y personalidades del mundo de la comunicación y el espectáculo se hayan movilizado en defensa del derecho a la protesta y de manifestación bajo el lema ‘Protestar no es terrorismo’.
Y aunque difícilmente se puede demostrar la existencia de una relación de causalidad, lo cierto es que esta decisión judicial no puede deslindarse del contexto político en el que se toma. Esto es, en plena negociación de la ley de amnistía embarrancada precisamente por la inclusión del terrorismo como línea roja y después de que el PSOE, a través de su acuerdo para la investidura con Junts per Catalunya, aceptase la idea de ‘lawfare’ alimentando la sospecha de que en España existen jueces prevaricadores, algo que mereció el reproche unánime de las diversas instancias del poder judicial y de todas las asociaciones judiciales hasta llegar a acciones de protesta insólitas para la magistratura. Todo ello ha acabado dando lugar a una incómoda situación de desconfianza entre instituciones, en particular entre el poder ejecutivo y el poder judicial, que pone a ambos permanentemente bajo la sospecha de interferencias indebidas.
Los poderes en un estado de derecho deben actuar de manera independiente, evitando invasiones en sus respectivas competencias y descalificaciones mutuas que contribuyan a minar la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Y ciudadanos y políticos deben recordar que una investigación judicial no equivale a tener ya dictada una sentencia judicial, que rige la presunción de inocencia y que en numerosas causas vinculadas al proceso soberanista las decisiones judiciales no han considerado probados los delitos imputados inicialmente, como ya sucediera con el delito de rebelión. Y menos si ya de entrada los indicios son cuando menos poco concluyentes.