Dios se ha vuelto a morir. Dios nos ha dejado de nuevo. El ‘tío Manolo’, el último de los nueve hermanos Pérez de Rozas Sáenz de Tejada, acaba de dejarnos. Y lo ha hecho con el silencio, la resignación y la humildad con la que vivió ¡mierda! sus 99 años y diez meses, pues en abril cumplía, sí, los 100 años de historia periodística, de historia de la fotografía, de historia de los reporteros Pérez de Rozas.
Manolo era el Pérez de Rozas silencioso, el Pérez de Rozas desconocido, el Pérez de Rozas que nadie conocía porque se pasó la vida, 80 de esos 100 años, metido, escondido, en el laboratorio gigante del 3º 2ª de la Ronda Universidad, 23, la legendaria y ya desaparecida ‘la Ronda’.
Todo el mundo conocía (y hasta demasiado) a papá, al ‘patillas’, a Carlos Pérez de Rozas. Todo el mundo conocía a Kike Pérez de Rozas, el guapo de la familia, el pijo, el guay, el moderno de ellos, el de los coches deportivos, el de las fotos deportivas, el amigo de Manolo Santana. Todo el mundo conocía al mayor, José Luis, cineasta y hotelero en Mallorca. Pocos se olvidaron de Julio, el cámara de grandes directores de cine. Y nadie olvidará jamás a Rafael, el jefazo de Cifra Gráfica, el departamento de fotografía de la Agendia EFE.
El mago silencioso
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Pero nadie, nadie, nadie conocía al ‘tío Manolo’, que era el genio, el guardian, el protector, el salvador de todos ellos. ¿Por qué?, porque Manolo era el mago del laboratorio, era el genio, el rey de la alquimia, el químico, de afición, que elaboraba con sus propios productos los líquidos para revelar los negativos, las películas de Kodak Plus y Tri-X y, a continuación, hacer magia con sus manos, provocando las sombras que convertían nuestras fotos defectuosas (algunas, solo algunas) que habíamos hecho todos los Pérez de Rozas.
El ‘tío Manolo’ que se ha ido rodeado de sus hijos, Ana y Manuel, de sus nietos y bisnietos, que se ha ido despidiéndose de todos nosotros, eso sí, hace algunos días (llevaba días que no estaba con nosotros), era el padre, el abuelo y el bisabuelo más maravilloso que se puede tener en esta vida. Yo lo puedo decir y ustedes han de creerme: el ‘tío Manolo’ fue muuuuucho más padre de todos nosotros, de los nueve hijos que tuvieron Carlos y Rosario, que nuestro propio padre.
¿Por qué?, porque el ‘tío Manolo’ llegaba a ‘la Ronda’ a las ocho de la mañana, nos ayudaba a desayunar, a arreglar nuestras mochilas y a desearnos que el día en el colegio, en los colegios, tanto en los Sagrados Corazones (ellos) como en las Franciscanas de la Plaza Universidad (ellas) nos fuera bien. Y, en la medida que curas y/o monjas no nos educaba, nos enseñaba él. Papá y Kike, su otro hermanos, estaban todo el día en danza, haciendo fotos y fotos y fotos por Barcelona.
“Niños, me importa poco que seáis ingenieros nucleares: quiero que seáis buena gente”
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El ‘tío Manolo’ nos castigaba (poco, muy poco) en cualquiera de los sillones de la entrada de ‘la Ronda’ cuando se enteraba o comprobaba que habíamos hecho una trastada o, sobre todo, nos habíamos comportado mal con un hermano y/o amigo. Mientras salía y entraba del cuarto oscuro, mientras extendía las copias de ‘La Vanguardia’, Cifra Gráfica, ‘La Soli’ y ‘La Prensa’ sobre nuestras camas, sobre nuestras literas, vigilaba que hiciésemos los deberes.
Por eso digo que se ha ido Dios, de nuevo. El ‘tío Manolo’ era el protector de sus hermanos. Él, que manejaba la Leica M3 o la poderosa Hasselblad con la misma habilidad y calidad de papá o Kike, jamás salió a la calle a hacer una foto. Él era quien mimaba el material de los Pérez de Rozas, ese que permanece a disposición de todo el mundo en el Arxiu Fotogràfic de Barcelona . Eran las manos, sus sombras, sus segundos de exposición, sus uñas marrones de tanto manipular las copias en la cubeta del revelador las que convertían en arte las fotografías captadas por los hermanos y sobrinos Pérez de Rozas.
El ‘tío Manolo’ se ha ido mucho más tarde (por suerte) de lo que él hubiese querido. Durante los últimos años, pese a mantener su cerebro intacto, prodigioso, sufría porque quería irse. “Estoy molestando, Emilio, Dios se está portando muy mal conmigo”. Por eso, cuando lo abrazabas para despedirte, te decía. “Emilio, tú debes conocer a alguien que arregle esto, que consiga que me acueste y ya no me despierte. Yo estoy estorbando aquí”.
¿Estorbar?, él era nuestro padre, el padre de todos, el abuelo, el bisabuelo, el ignorado pero vital, necesario, fundamental Pérez de Rozas. Él era Dios. Él nos enseñó a ser buena gente. A él le importaba un pimiento que sus hijos, nietos, bisnietos o sobrinos fuesen genios de algo, ingenieros nucleares, solo quería que fuesen “buena gente, Emilio, buena gente”. Lo que fue él: un ignorado, un olvidado, el secreto mejor guardado de los Pérez de Rozas, que si en algo fueron buenos fue en mantener vivo al mejor de ellos, al mago de los líquidos, al padre protector de todos, de las ocho de la mañana a las diez de la noche, los 365 días del año, los 100 años de su existencia.