No son tantas como ochenta, que son los años que el Premio Nadal cumplirá en unos días, pero son bastantes las novelas reconocidas con ese galardón, el más longevo de los literarios en España, que atesoro en mi biblioteca. De Nada, la obra de Carmen Laforet que inauguró el palmarés del certamen hasta convertirlo en histórico, tengo varias ediciones, una de ellas primera y en inglés, fechada en 1958 y con una mujer vestida de flamenca, con su peineta y su todo, pues así y sólo así debían de ver los británicos a la mujer española de entonces, también, aunque resulte difícil de creer, a Andrea, la protagonista de aquella novela.
Recorro los estantes de mis librerías, buscando, y me voy deteniendo en algunos títulos y sus respectivos autores: La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes; Viento del norte, de Elena Quiroga; El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio; Entre visillos, de Carmen Martín Gaite; Primera memoria, de Ana María Matute; La soledad era esto, de Juan José Millás; El alquimista impaciente, de Lorenzo Silva; Lo que sé de los vampiros, de Francisco Casavella…
En esa lista, inacabada, en construcción, está parte de la educación sentimental y, por tanto, literaria, gracias a la que, llegado el momento, me atreví a escribir y, muchos años después, a enviar un manuscrito, como quien lanza al mar un mensaje en una botella, para optar a la edición número 78 de ese premio que tantas lecturas me había regalado.
No tenía ninguna aspiración. Era imposible que yo, que no era ni soy nadie, que todavía cargaba con el síndrome de la impostora, que batallaba con él, periodista y escritora, escritora y periodista, pues la narrativa es el único producto alterado por el orden de los factores, pudiera ganar aquel galardón, que llegara, siquiera, a ser una de las finalistas.
Sería, supongo, lo mismo que en su día pensó Carmen Laforet, que mandó el sobre, en el que pegó todos los sellos que pudo y alguno más, con su novela a última hora, ya casi fuera de plazo, y el suyo fue el último original que llegó a la redacción en Barcelona de la extinta revista Destino.
Fue el director de esa publicación, Ignacio Agustí, el artífice de un galardón con el que esperaba levantar el ánimo de los escritores de la época, mermado por la larguísima posguerra y por las penurias y sinsabores de aquella España dictatorial y en blanco y negro. Con 5.000 pesetas (la dotación actual es 30.000 euros), y la promesa de la gloria literaria, bastaba. Y ya lo creo que bastó. El nombre del premio se eligió como homenaje a Eugenio Nadal, catedrático de Literatura y redactor jefe de la revista Destino, que murió en abril de 1944, y el fallo se anunció el 6 de enero de 1945.
Una historia que es Historia
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Es una historia tan conocida que ya es casi Historia, pero merece la pena contarla una vez más. Andaba, entonces, el periodista y prohombre César González-Ruano, que hacía poco había regresado a España, medio convencido de que ganaría con la novela que había presentado al novedoso galardón, La terraza de los Palau. Pero si eso hubiera sucedido es probable que hoy el premio no fuera lo que es, ya que aquel Día de Reyes, en Barcelona, en el desaparecido Café Suizo (en 1949, se pasó al restaurante Glaciar; un año después, al Hotel Oriente y, en 1958, la ceremonia se trasladó definitivamente al Hotel Ritz, el actual Palace), el Nadal ganó a Laforet, y no a la inversa.
El jurado, reunido allí e integrado por los críticos Juan Ramón Masoliver y Rafael Vázquez Zamora, además de los editores Josep Vergés, Joan Teixidor y el ya mencionado Ignacio Agustí, que ejercía de presidente, se decantó por aquella joven escritora –23 años tenía Laforet– y la convirtió, seguramente a su pesar, en inmortal.
Tras su publicación, Nada fue considerada por la crítica como una innovadora novela existencialista y llegó a ser comparada con obras maestras de la literatura como La náusea, de Sartre, El extranjero, de Camus, o Cumbres borrascosas, de Emily Brontë. El resto es, una vez más, Historia.
El éxito, el mayor reclamo
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El éxito de aquel libro de una autora debutante se convirtió en el principal reclamo de un galardón que, en los años posteriores, siguió descubriendo a escritores que, con el tiempo, llegaron incluso a ganar el Premio Cervantes. El primero de ellos fue Miguel Delibes, que en 1947 se hizo con el Nadal con La sombra del ciprés es alargada. Aquella noche, la del 6 de enero -pocos galardones hay tan litúrgicos como este-, a Delibes le pilló la deliberación del jurado en la redacción del periódico El Norte de Castilla, donde trabajaba como periodista.
Un teletipo anunció que era finalista y, ya de madrugada, Gabriel Herrero, director del diario, le confirmó que era el ganador. “Me abrió todas las puertas. Me sancionó como escritor”, llegó a decir Delibes en una entrevista. La primera edición de La sombra del ciprés es alargada, de cinco mil ejemplares, se agotó en las librerías en tres meses.
Otro Cervantino poseedor del Nadal es Rafael Sánchez Ferlosio. El sabio en zapatillas del madrileño barrio de Prosperidad logró el premio en 1955 con El Jarama y, dos años después, hizo lo propio Carmen Martín Gaite, entonces su mujer. Carmiña presentó Entre visillos con un seudónimo muy familiar, al menos para ella: Sofía Veloso, el nombre de su abuela. Nada le dijo a Sánchez Ferlosio de que había enviado la novela al concurso por temor a que la desanimara “con sus críticas”, según confesó después. Siguió las votaciones en casa, por la radio, mientras cuidaba de su hija pequeña –Sánchez Ferlosio estaba de ilustrada charla en el Café Gijón-, y, tras recibir la llamada de Josep Vergés, acabó sentada en el suelo.
El fenómeno de las mujeres novelistas
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“Con la publicación en 1944 de Nada, la primera novela ganadora del recién creado premio Eugenio Nadal, se inicia un fenómeno relativamente nuevo en las letras españolas: el salto a la palestra de una serie de mujeres novelistas en cuya obra, desarrollada a lo largo de cuarenta años, pueden descubrirse hoy algunas características comunes”. Son palabras extraídas del libro de Martín Gaite Desde la ventana: enfoque femenino de la literatura española (1987), en el que le dedica un capítulo a la Andrea de Carmen Laforet titulado La chica rara.
Elena Quiroga, Dolores Medio, Lluïsa Forrellad, la propia Martín Gaite… Todas, mujeres educadas al dictado de la Sección Femenina, con el ángel del hogar como único referente, decidieron presentarse al galardón creado por Ignacio Agustí animadas por el triunfo de Laforet. También Ana María Matute, otra ilustre Cervantina, que obtuvo el Nadal en 1959 con Primera memoria. “Últimamente, las mujeres ganáis todos los premios de novela, ¿es que escribís mejor?”, le preguntó un periodista a la Matute al poco de recibir el galardón, a lo que ella respondió: “Pues se ve que sí”.
En todas ellas y en las que vinieron después, en esa genealogía de autoras inmensas, algunas maltratadas por la crítica, otras minusvaloradas, olvidadas, ignoradas, redescubiertas, reivindicadas, pensé durante la noche del 6 de enero de 2022 en el Hotel Palace de Barcelona. Porque por ellas soy escritora y gracias a ellas, también, gané el Premio Nadal.